Si ya estos datos nos ejemplifican la íntima relación de la obra de Quirós de estos años con la de García Lorca, en el célebre Chivo emisario del mal (1935) del MAS parece cerrar el ciclo. La vorágine tormentosa que presenta el lienzo en sus dos tercios superiores, coronación dramática por dinámica, aplasta y revienta el globo terráqueo que, prisionero de estilizadas rocas, parece ser engullido para hundirse en siniestras profundidades. A la izquierda el pintor sitúa una embarcación zozobrada, a punto de naufragar. Una ciudad en llamas, con grúas de construcción en acción de desplomarse, completa la visión destructiva mar- tierra. Los datos dalinianos son manifiestos, con una roca y una estaca partidas. Y justo sobre el globo terráqueo, asoma un ser-máquina negruzco, que parece abrazar y comerse la esfera. Muerte y destrucción que se completa con un dato entre irónico y reivindicativo: en el globo terráqueo, Quirós puntea dos localidades y, de forma autógrafa –inscripciones que han aflorado con la limpieza de la obra-, deja bien nítido las dos ciudades que no le volvieron la espalda y que no son otras que Torrelavega y París.